Todos
hablaban a menudo de sus padres. Uno de ellos, Tino, con aspecto de cachorro
grande y que tenía cada ojo de un color, estaba orgulloso de su padre porque
era picador de toros además de oficinista. Disfrutábamos cuando el enorme coche
de cuadrillas que funcionaba con gasógeno iba a recogerle y él aparecía,
espigado y grave, en el portal con su espectacular traje de luces. Otro de los
integrantes del grupo de la esquina, Pepe Amigo, se ufanaba de que su padre
cazaba pájaros los domingos en Paracuellos del Jarama: con redes en primavera y
con liga durante el invierno. Tenía su casa, diminuta y pobre, llena de jaulas
con jilgueros que cubrían por las noches para que descansaran de su agitación
durante el día. Al padre de Pepe Amigo le admirábamos porque tenía una
motocicleta Gilera con el cambio de marchas en el depósito de gasolina, de que,
fuera a la velocidad que fuera, tenía que soltar una mano del manillar para
cambiar de marcha y eso nos parecía una proeza. Y ello a pesar de que era cojo
y llevaba un alza enorme en el zapato derecho.
También recuerdo a los dos hermanos Chaburre, que tenían doce vacas en el
patio interior del edificio y abastecían de leche a la vecindad, que acudía a
comprarles con las lecheras de aluminio. Su padre las ordenaba y, en las raras
ocasiones en que nos dejaban pasar a verlas, todos pensábamos en el valor que
implicaba ordeñar aquellas bestias tan enormes y tan hoscas. Podría enumerar
las razones por las cuales todos admirábamos a los padres de los habitantes de
la manzana.
Esta fue la única compensación que tuve el día en que se hizo público que
el mío no sólo no había muerto sino que estaba en casa cuidándome el interior
de un armario.
Alberto Méndez, Los girasoles ciegos
(2004)
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