jueves, 14 de noviembre de 2013
lunes, 11 de noviembre de 2013
lunes, 4 de noviembre de 2013
Texto 1: Elvira Lindo: ¡Volveré a la escuela! (16-9-12)
Querer
entrar y no atreverme. Esos eran los sentimientos encontrados que tenía cuando,
de paseo por el Prinsengracht de Ámsterdam, contemplaba la cola de turistas que
se organiza a diario a las puertas del edificio donde Anna
Frank y su familia se
escondieron durante dos años. Querer entrar, pero temer que la exposición del
sufrimiento fuera banal, que la puesta en escena frivolizara sobre una historia
tan bien contada. Porque este deseo contenido tenía lugar en los mismos días en
que leía Anna Frank. El diario de una joven, uno de esos libros que
todos creemos haber leído en la juventud, pero del que a menudo solo tenemos
noción de algunas páginas. Lecturas para las que ahora me doy cuenta de que no
estaba humanamente preparada y que exigen una relectura que las sitúe en el
lugar que merecen. Como lectora adolescente establecí una simpatía inmediata
con la joven diarista que contaba su versión de una experiencia solo apta para
adultos; la lectora madura que soy entiende la magnitud de la tragedia y eso
multiplica el valor de lo que lee.
Pasando
a diario frente al museo, veíamos a los turistas dando cuenta gráfica del
histórico momento de su entrada. Uno de ellos, entradito en años, pero vestido
como mandan los cánones del turista gañán (bermudas, camiseta sin mangas,
zapatillorras y unos tatuajes cubriendo los brazos), posaba sonriente señalando
con el dedo el rótulo Anne Frank Museum. Supongo que lo mismo haría en el museo
de la cerveza o en el de la ciudad, delante de la foto de Johan
Cruyff. Hay algo en
este exhibicionismo fotográfico actual que me irrita. Más allá del deseo de
constatar nuestra presencia en todas partes (al fin y al cabo, la vergüenza es
patrimonio de cada de uno), lo que hiere es la falta de respeto hacia lugares
que reclaman de nosotros un cierto recogimiento espiritual. Por fortuna, en el
interior de este museo está prohibido hacer fotos.
Finalmente,
venciendo la resistencia a la decepción, esperamos turno para entrar en este
sagrado lugar que recibe peregrinos de todo el mundo. Unos vienen porque las
guías lo establecen como visita obligada; otros, entre los que me encuentro,
llamados por la voz limpia, precozmente articulada e inteligente de Ana, la
adolescente que pasó aquí dos años de su vida, de 1942 a 1944, de los 13 a los 15 años. La historia
es bien sabida, o puede que menos sabida de lo que el inconsciente colectivo
cree: en este edificio se situaban las oficinas de Otto Frank,
el padre de Ana. Cuando la familia recibió una notificación para que la hija
mayor, Margot, se personase ante las autoridades nazis, el señor Frank concluyó
que había llegado el momento de desaparecer. Se reunió entonces con su
secretaria, Miep Gies, y le preguntó si aceptaría ayudarles a montar el escondite con
todos los peligros que eso entrañaba. Esta mujer, que ha pasado justamente a la
historia como una ciudadana heroica, no lo dudó: les ayudó a instalarse en un
anexo trasero de la oficina que casi nadie sabía que existía, y durante esos
dos años ella y otros tres fieles trabajadores de la empresa de Otto Frank
proveyeron de comida y alimento literario a los ocho judíos que allí se
ocultaban.
Cuando
accedimos a la zona exacta en la que se desarrolla el diario de Ana, un frío
helador nos recorrió la espalda. Las ventanas estaban cubiertas por una tela
negra, de la misma manera en que las taparon los habitantes clandestinos, y las
habitaciones no tenían muebles: la policía los incautó y el padre de Ana no
quiso que en el museo se reprodujera aquel ambiente. Sabia decisión, porque el vacío
de esas cuatro habitaciones peladas nos provocó una fuerte sensación de
claustrofobia, además de admiración por esas ocho almas que lograron vivir a
oscuras y entre susurros durante dos años. El padre, Otto, tenía una
personalidad extraordinaria que irradiaba sobre todos los demás y facilitó la
convivencia. En el escondite, las niñas Frank no dejaron de estudiar, de leer,
y en el caso de Ana, de escribir con letra primorosa un diario en el que
despliega una hondura inhabitual para su edad. No podemos imaginar cuáles
serían las sensaciones de ese padre, único superviviente de los campos, cuando
leyera por primera vez las páginas escritas por su hija, que fueron rescatadas
por la secretaria Miep después de que la policía arramblara con todo.
Muchas
casualidades tuvieron que darse para que viera la luz este milagroso
testimonio: la complicidad de las buenas personas; la laboriosidad y
perspicacia natural de una adolescente que dedicó tanto tiempo a describir la
complejidad de una convivencia en cautiverio; la sensibilidad de una empleada
que guardó el diario para cuando la niña volviera, y el empeño de un padre que,
habiéndola perdido en los campos, dedicó la vida entera a difundir sus
palabras.
La
luz de un futuro que Ana Frank no conoció, porque murió en el campo de
Bergen-Belsen, ilumina nuestra conversación sobrecogida. El centro de Ámsterdam
ha cambiado poco, de tal manera que contemplamos la misma belleza que ella
espiaba tras la cortina: “Cuando pueda salir a la calle de nuevo, estaré tan
contenta que no sabré por dónde empezar… Tendremos una casa propia, alguien me
ayudará con los deberes. En otras palabras, ¡volveré a la escuela!”.
Elvira
Lindo, 16-9-2012
Suscribirse a:
Entradas (Atom)