La ciencia
No se puede decir que España sea un país con vocación científica. Somos ricos en artistas plásticos y escritores, en artes temperamentales e imaginativas. Pero lo de cultivar rigurosamente el intelecto no se nos da bien: pensadores pocos, y científicos poquísimos. Y a los que hay, cantazo en la cabeza y al extranjero. En 2012 la fundación BBVA publicó un estudio sobre el conocimiento científico que comparaba a 11 países, 10 europeos, entre ellos España, y Estados Unidos. Quedamos los últimos, por supuesto. Un bochornoso 46% de los españoles no supieron nombrar a un solo científico. Vamos, es que no atinaron ni con Einstein. Nuestra sociedad arrastra un miedo cerril a la ciencia que es producto de la ignorancia. De hecho, durante años los intelectuales españoles han hecho gala de su acientifismo, como si fuera un orgullo no tener ni idea de lo que es la entropía. ¡Pero si hasta Unamuno soltó esa frase lamentable del “que inventen ellos”!
Pues bien, sobre esos polvos estamos preparando ahora los lodos de un desastre científico definitivo del que ya no podremos recuperarnos jamás. Hasta que empezó la crisis, nos creíamos una sociedad moderna y rica e incluso la ciencia empezaba a levantar un poquito la cabeza, aunque nuestro presupuesto en I+D seguía a años luz de la media europea. Pero, desde 2009, esa miseria presupuestaria se ha recortado un 40%. Más aún: el dinero que finalmente han recibido los científicos ¡ha sido menor que el presupuestado! La investigación en España está al borde de la quiebra más absoluta. Y todo esto ante cierta indiferencia general. O sea, no nos movilizamos por este tema como (con razón) por la sanidad pública. Y, sin embargo, perder esta oportunidad de tomar el tren de la ciencia hundirá nuestro futuro durante muchas décadas. Qué responsabilidad ante nuestros hijos.
Rosa Montero, El País, 24 de septiembre de 2013
lunes, 21 de octubre de 2013
Texto 3: Ya en los cuentos... (1-10-13)
Ya en los
cuentos tradicionales se aconsejaba a los niños que tuvieran especial cuidado
con los adultos más próximos; eran los supuestamente encargados de su
protección los que, aprovechándose de la cercanía, podían con más facilidad
vulnerar su inocencia. El tiempo borró los lazos de sangre que había entre
agresor y víctima en los relatos antiguos, pasando a convertir a los asesinos
en padrastros, madrastras o en hombres del saco. ¿Quién iba a creer que una
madre matara a un ser nacido de sus entrañas? Los cuentos cambiaron, no solo
por corrección política, también para aliviar los terrores nocturnos del niño.
Los hechos
reales conceden, por desgracia, alguna veracidad a la leyenda, dado que lo
primero que hace la policía cuando se enfrenta al asesinato de un niño es
investigar en su entorno cercano. La policía busca al culpable y nosotros
necesitamos saber desesperadamente el porqué, darle alguna explicación a la
maldad del criminal. En el caso de Asunta, hiela la sangre pensar que fueran
los padres o que uno encubriera al otro. Personalmente, me resulta tan difícil
de aceptar que no lo creeré hasta que se produzca una confesión o la policía
presente evidencias indiscutibles. Antes de eso, casi todo me sobra.
Me sobra ese
territorio de la especulación que excita la curiosidad mórbida del pueblo: esos
frívolos estudios psicológicos que señalan, como dato significativo, que la
madre tomara ansiolíticos. Ah, pero… ¿no los toma media España?, ¿es que media
España no está apurada de dinero?, ¿no es este un país afectado por un desánimo
general?, ¿es que no hay cientos de miles de padres separados?, ¿es algo
patológico una madre controladora y un padre contenido?, ¿añade el hecho de la
adopción un elemento oscuro al crimen? Si así se construyera el retrato robot de
un presunto culpable todos seríamos asesinos en potencia.
Elvira Lindo, El País, 1 de
octubre de 2013
domingo, 6 de octubre de 2013
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