Ya en los
cuentos tradicionales se aconsejaba a los niños que tuvieran especial cuidado
con los adultos más próximos; eran los supuestamente encargados de su
protección los que, aprovechándose de la cercanía, podían con más facilidad
vulnerar su inocencia. El tiempo borró los lazos de sangre que había entre
agresor y víctima en los relatos antiguos, pasando a convertir a los asesinos
en padrastros, madrastras o en hombres del saco. ¿Quién iba a creer que una
madre matara a un ser nacido de sus entrañas? Los cuentos cambiaron, no solo
por corrección política, también para aliviar los terrores nocturnos del niño.
Los hechos
reales conceden, por desgracia, alguna veracidad a la leyenda, dado que lo
primero que hace la policía cuando se enfrenta al asesinato de un niño es
investigar en su entorno cercano. La policía busca al culpable y nosotros
necesitamos saber desesperadamente el porqué, darle alguna explicación a la
maldad del criminal. En el caso de Asunta, hiela la sangre pensar que fueran
los padres o que uno encubriera al otro. Personalmente, me resulta tan difícil
de aceptar que no lo creeré hasta que se produzca una confesión o la policía
presente evidencias indiscutibles. Antes de eso, casi todo me sobra.
Me sobra ese
territorio de la especulación que excita la curiosidad mórbida del pueblo: esos
frívolos estudios psicológicos que señalan, como dato significativo, que la
madre tomara ansiolíticos. Ah, pero… ¿no los toma media España?, ¿es que media
España no está apurada de dinero?, ¿no es este un país afectado por un desánimo
general?, ¿es que no hay cientos de miles de padres separados?, ¿es algo
patológico una madre controladora y un padre contenido?, ¿añade el hecho de la
adopción un elemento oscuro al crimen? Si así se construyera el retrato robot de
un presunto culpable todos seríamos asesinos en potencia.
Elvira Lindo, El País, 1 de
octubre de 2013
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